Toda cosa tiene un inicio y un final,
todas las veces no estás dispuesto a ganar,
en el amar, lo más hermoso es un amor virginal,
aunque al final
todo, ese amor se llegue acabar.
Y fue así como una noche en verano
en la fiesta del buen San Valentín,
estaban en un altar cogidos de la mano
la mujer que fuera mía, en mis años de infancia.
Como se llegó acabar todo aquello,
al verla lloré, se entristeció mi alma,
recordé aquel primer beso sencillo,
que robé de sus labios, una noche de calma
Esa iglesia muchas veces fue testigo,
del amor que un día nos juramos,
niño aún fui presentado como su amigo
y jóvenes ya, los dos llegamos a amarnos.
Fue una juventud llena de amor y fantasía,
donde Dios existía dentro de nuestra alma,
pero esa noche al verla de novia no creía,
y dejé de creer en Dios, con todo mi alma.
Permanecí allí mirándola muy quieto
deseando encontrarme yo en ese momento,
cogerla entre mis brazos y sacarla del firmamento
llevarla muy lejos donde sea solamente mía.
Pero no podía conciliar mi angustia,
mire a todos lados y existía la alegría,
sólo al pensar que un tiempo atrás era mía,
se apresuraba luego mi lenta agonía.
Y el mandato divino se hacía presente,
mis ilusiones todas se desvanecían,
pero hay de mí, fingiendo estar ausente
tuve que escucharles, lo que se prometían.
Como pudo ella olvidar tan pronto lo vivido,
como sepultó mi amor y toda mi alegría,
se acordará acaso lo mucho que he sufrido,
o los días felices que fuimos cierto día.
Luego el cura dijo: Marido y mujer hoy los consagro,
así escuché decir con voz entrecortada,
porqué pues Dios hiciste a otro ese milagro
teniendo a tu siervo con el alma destrozada.
Dejando están el altar que los uniera,
y yo quisiera arrebatarla de su dueño,
tengo miedo de gritarla que la quiero,
tan solo quisiera entender, que es un sueño.
Que mitigado estoy de verla tan hermosa,
que solo alcanzo a decir - que feliz seas –
me robaron de mi huerto la rosa más preciosa,
que cultive en el jardín de mis amores.
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